CONTRA VIENTO Y MAREA

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José Ignacio García – Muñoz (Queche)

El año 1575 está inscrito en el periodo que los meteorólogos denominaron “Pequeña edad del hielo” .Un periodo en el que el frio fue protagonista en España; un frio que incluso en verano se hacía notar con temperaturas que no se parecían en nada a las de los veranos actuales.

Alejandro Farnesio, que como papa fue conocido por Pablo III, administraba su pontificado entre el nepotismo, y la religión, siendo el convocante del Concilio de Trento durante su jefatura de la Iglesia. Pero también, el que en 1536 concedió bula a una pequeña cofradía llamada de La Vera Cruz que fue el germen de la que hoy conocemos como Hermandad del Santísimo Cristo de la Columna y María Santísima de la Amargura: “Los Coloraos”.

La dicha cofradía, estuvo ubicada en lo que hoy es la sede de Cruz Roja en las afueras de Daimiel, en una antigua iglesia llamada de La Vera Cruz posiblemente ligada a Los Caballeros Templarios, y posteriormente a La Orden de Calatrava.

Era el momento de máximo esplendor de España como imperio, y tanto en ultramar, como en Europa, los españolitos de la época manteníamos rencillas con cualquiera que discutiera nuestra hegemonía o pusiese en riesgo nuestros intereses.

Pablo III emprendía la contrarreforma, ejercía un férreo dominio sobre la iglesia, y buscaba aliados para sus intereses en Felipe II.

Ese año, 1575, cuando regresaba en la galera Sol desde Nápoles, los turcos apresaron a un tal Miguel de Cervantes, y a su hermano Rodrigo, sufriendo ambos cautiverio, y la Hacienda Real sufre la segunda quiebra. El Greco llega a Madrid para posteriormente establecerse en Toledo, se utiliza la pólvora por primera vez en la minería, y Felipe II prohíbe llevar escapularios a las mujeres “públicas”. Para terminar de configurar la fotografía del momento, considere que debido a la climatología las cosechas no fueron todo lo generosas que cabía esperar, contribuyendo a que los habitantes de la época no pasasen por un buen momento económico; algo que por otra parte tampoco difiere mucho de la situación actual.

Son las nueve y media de la tarde del mes de abril de 1575.Una ligera bruma asciende de los campos que flanquean el rio Azuer. El suelo humeante concede una imagen fantasmagórica al lugar donde el silencio reinante, solo es roto por el restallar de los flagelos que hieren la carne de los penitentes. Hacía una hora aproximadamente, cuando desde una distancia prudencial no se distinguía un hilo blanco de uno negro, que la comitiva compuesta por algo más de noventa penitentes, abandonaba la iglesia de La Veracruz en las afueras de Daimiel cuando esta no era siquiera considerada ciudad, título que le fue concedido en 1887 por gracia de Mª Cristina de Habsburgo- Lorena. El silencio al paso de la comitiva era casi sepulcral, y ni una queja se escapaba de la boca de los penitentes que se habían ganado por bula concedida por Pablo III el derecho a “desceplinarse” para redimir sus pecados, y lo hacían con tal ahínco, que la túnica antaño blanca se tornaba en roja por la sangre que manaba de las heridas que los penitentes se infligían; hecho este que luego derivaría en el uso de túnicas coloradas para disimular el escarnio, y que ha determinado posteriormente el nombre actual de la cofradía.

Téngase en cuenta, que de Daimiel se tiene noticia desde el 2450 antes de Cristo en un poblamiento situado en el término de la Motilla del Azuer, y que la población según documentos de la época era de unos 1500 cabezas de familia; si tenemos en cuenta que cada cabeza de familia representaba más o menos a cuatro personas entre hijos y esposa, tenemos que la población en 1575 sería entre 6000 y 7500 habitantes. No es dato despreciable el hecho de que la Inquisición se encontraba en pleno apogeo hasta su abolición en 1834, de modo que aquellas procesiones y quienes las contemplaban, se movían entre el recogimiento, la fe, la devoción, y el miedo, lo cual debía de dotar aquella manifestación de un ambiente solemne y sobrecogedor. Uno puede dejar volar la imaginación, y situarse en las proximidades del pozo del Trindo hoy desaparecido, viendo llegar en plena oscuridad apenas rota por la trémula luz de los hachones, aquel desfile de figuras retorciéndose de un dolor reprimido gracias al estoicismo que solo una fuerza interna de potencia descomunal sería capaz de proporcionar.

En el mencionado pozo recuperarían las fuerzas bebiendo, y limpiando los mil hilos de sangre que bañaban el cuerpo de los penitentes. La distancia que se recorría entonces era de algo más de tres leguas, lo que supone unos 14 kilómetros y medio muy superior a la actual, y se comprenderá, el que muchos de los participantes terminasen absolutamente exhaustos el recorrido no pudiendo incluso asistir a los oficios religiosos del día siguiente, algo que no era del agrado de las autoridades eclesiales, y es que el nivel de exigencia para consigo mismos de nuestros antecesores suponía un compromiso insoslayable, algo que ha trascendido hasta nuestros días.

Resulta evidente que los tiempos han cambiado en muchos aspectos. El folclore, la tradición, el turismo, y muchos otros aspectos periféricos acechan nuestras procesiones, pero de lo que sí pueden estar ustedes seguros, es de que el Jueves Santo, cuando la luz hace que distinguir a una distancia prudencial un hilo blanco de uno negro sea imposible, y la cofradía del Santísimo Cristo de la Columna y María Santísima de la Amargura salgan a hacer su estación de penitencia; debajo de cada capillo, de cada túnica, latirá un corazón con una determinación singular heredada de aquellos tiempos en que con la sangre de nuestros antepasados, nos ganamos a pulso el nombre de Coloraos hace 450 años.

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