CRÓNICAS DE UNA TRAGEDIA MODERNA

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Paki García Velasco Sánchez

Dicen que hay momentos en la vida que te cambian para siempre: una ruptura, una pandemia global…cosas así. Pero dejarte el móvil en casa es algo que está a otro nivel (y aunque ahora estéis sonriendo al leer esto, os aseguro que es mucho peor de lo que imagináis)

Y esto que digo, lo digo con toda la razón del mundo, ya que, sin ir más lejos el pasado martes, cuando me encontraba en el mercadillo, me pasó algo increíble e inesperado… y es que, al echar mano al bolso, no encontraba el móvil por ningún sitio…arggggggg…horrorrrr, me había dejado al susodicho en casa.

¿Pero cómo es posible? ¿Cómo pude tener un descuido tan “imprudente??? ¿cómo llegué a tener ese olvido imperdonable?… es algo tan inconcebible hoy en día, que no me lo podía creer.

A ver, comienzo mi odisea desde el principio. Todo este drama empieza con una falsa sensación de normalidad. Eran las nueve de la mañana cuando salí del piso con el bolso al hombro, las llaves de casa en una mano y el carrillo de la compra en la otra, sin sospechar por un momento la catástrofe que se avecinaba. El sol brillaba con ganas, los pajarillos to locos no paraban de cantar, y el universo parecía estar en orden; por lo que, así tan contenta, me arreé pal mercaillo. Una vez allí, ZAS… lo sentí… sentí ese frío existencial, ese vacío que notas cuando te falta algo. No hay vibración, no hay llamada, no hay pantalla, no hay móvil, ¡NO HAY NADA!! Cómo una posesa e imaginando la que se avecinaba, eché mano al bolso y vi que mi teléfono no estaba, noté ese hueco tan frío en el compartimento derecho que es donde lo suelo llevar, su lugar sagrado, ¡su altar mayor!!…vacío, solo encontré eso, ¡vacío!!

Mi corazón, por unos segundos, se detuvo en seco, mi mente hizo lo mismo intentando poner en orden mis ideas (que a esas horas de la mañana no es que fueran muchas). Lo primero me vino la parálisis, después como una loca metí la mano en un bolsillo, después el otro, luego nuevamente le tocó el turno al bolso, pero nada…solo silencio… soledad… angustia… ¡Mi móvil se había quedado en casa!

Después de unos instantes, mi cerebro entró en pánico, y aunque me intentaba convencer de que sí que lo tenía, mi neurona sana gritaba que no.

Y ahora, ¿cómo iba yo a saber que hora era? ¿cómo iba a escuchar Radio Daimiel para enterarme de lo que se cuece por el pueblo? ¿Cómo iba a quedar con la Encarni para ir a remover ropa al montón de turno después de comprar la verdura? ¿¡CÓMO IBA A EXISTIR!??

Y fue en esos momentos, cuando mi cabeza y yo comenzamos a debatir si volver a casa o seguir como si nada hubiera pasado, para después de un rato, valorando pros y contras, decidí enfrentar el día como una valiente (o como una tonta, aún no lo tengo claro), porque vamos a verrrrrrrrrrrrrr… ¿quién sale de casa sin su móvil en pleno 2025? ¿Quién soy, una cavernícola? aún me sigo preguntando como pude ser tan “seta”.

Pero claro, entonces comenzó la pesadilla, el verdadero infierno. La rutina diaria se vuelve eterna, todos iban pegados a sus pantallas menos yo, la marginada digital. Sin GPS, caminé perdida, sin rumbo de puestecillo en puestecillo, como un explorador en pleno siglo XVII, iba confundida y seguramente en dirección contraria, no sé. En ese mismo momento y al no llevar los auriculares puestos, empecé a escuchar los sonidos del mundo real: gente hablando, el motor de los coches, el trino de los pájaros, niños gritando… ¡estaba alucinando! ¿Qué era eso??

Con mucho esfuerzo y a duras penas, pasé toda una mañana sin Facebook, sin WhatsApp, sin saber si alguien me necesitaba con urgencia (spoiler: no me escribió nadie), sin embargo y para mi sorpresa, terminé relacionándome con la gente real, con personas que incluso hablaron conmigo sin emojis ni nada.

Al final y después de tres horas, como pude, llegué a casa, iba con los pies arrastra, parecía un náufrago después de haber sobrevivido a una tormenta infernal en mares tempestuosos. En la medida de mis capacidades y con una ansiedad fuertísima, abrí la puerta, tiré todo al suelo y…ahí estaba él… ¡mi teléfono!… el pobre estaba inmóvil, quieto, frío, solamente iluminado por un rayo de sol que se colaba entre las cortinas… estaba casi sin batería, estático pero hermoso, muy hermoso. Me abalancé sobre él: 0 llamadas, 0 notificaciones, 0 mensajes, pero da igual, lo importante era estar juntos de nuevo. Reconozco que lo agarré con ansia, lo abracé, le di achuchones (incluso lloré un poco… o mucho, vete tú a saber) y es que el nivel de la “tramaura” no se mide por las lágrimas sino por las notificaciones perdidas.

Desde ese día no lo he vuelto a soltar: como con él, me baño con él, duermo con él (eso sí, en modo avión, que tampoco hay que venirse arriba). Porque para un momento que me despisté, me di cuenta que la vida sin móvil, ¡no es vida!, es más, me atrevería a decir que el mundo real está un poco sobrevalorado.

Y así, con una mano en el corazón y la otra sobre la pantalla, prometí que jamás volvería a salir sin él, ni siquiera a tirar la basura, porque nunca se sabe cuándo llegará esa notificación que te cambie la vida.

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