LO QUE COMIENZA POR UNA CANCION…

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Paki García Velasco Sánchez

Hay décadas que gritan, otras suenan, unas apenas laten, y algunas susurran desde los márgenes de la memoria. Pero si hablamos de los ochenta… los ochenta cantan. Cantan con nostalgia, con alegría estridente, con la tristeza disfrazada de estribillo pegajoso. Cantan con voz sintética y alma de vinilo, con guitarras eléctricas brillando como luces de neón en la madrugada. Las canciones de los años ochenta no fueron solo música, fueron compañía, espejo, refugio, devoción. Lo fueron… y aún lo son.

Los años 80 fueron un mundo en movimiento donde la música unía. Desde los sintetizadores, pasando por el Pop elegante, o el rugido eléctrico de varios grupos o solistas. Cada canción parecía capturar un instante efímero de aquellos días.

Y es que las canciones no eran solo canciones, eran cartas de amor, retratos sonoros del alma, armas de resistencia. Había cantantes cuyas baladas parecían suspiros eternos, obsesiones disfrazadas de romanticismo.

No importaba en que país te encontrases, las canciones de los ochenta traspasaban fronteras llegando a todos por igual, ya fuese cruzando océanos, infiltrándose en programas de televisión, en radios AM, y en aquellos walkmans que eran extensiones de nuestras almas adolescentes.

La música de los ochenta tiene un olor peculiar, a veces huele a perfume barato, otras a lluvia sobre el asfalto caliente, huele a cartas escritas a mano, a posters en la pared, a tardes interminables grabando canciones de la radio con el dedo listo sobre el botón de «REC»… es un aroma que, al recordarlo duele un poco, ya que aprieta el pecho con ternura. Porque en cada nota se esconde un recuerdo, una mirada fugaz en una fiesta de sábado, un baile lento en la penumbra, una llamada desde un teléfono fijo que hacía temblar las manos.

Hay algo profundamente humano en aquellas canciones, una vulnerabilidad sin filtros, una sinceridad que no teme sonar cursi. Y es que hay canciones que se escuchan con los oídos, y otras que se recuerdan con el alma entera.

Porque ciertas melodías, tienen la capacidad de transportar a quien la escucha a momentos pasados y lejanos, trayendo consigo recuerdos y emociones asociadas a ese tiempo en donde buscábamos sentido, amor, libertad y sobre todo, un lugar donde encajar. Siempre había espacio para la evasión, para la fantasía, para la rebeldía vestida con hombreras inmensas y peinados imposibles.

Lo más curioso y bonito de las canciones de los ochenta es que no murieron con la década, ya que se colaron en películas, en series, en anuncios… y todo esto hizo que se quedaran en los rincones más suaves de la memoria, como ecos del pasado que vuelven cuando menos te lo esperas, en una tarde cualquiera cuando el corazón se queda un poco más quieto. Hoy, esas melodías suenan en fiestas, en playlists nostálgicas, en auriculares modernos.

Quien haya vivido aquellos años, o los haya heredado en forma de casetes desmagnetizados, emisoras retro o listas de reproducción digitales, sabe que no se puede hablar de los ochenta sin hablar del amor y el dolor, del baile y el silencio, de lo que se fue y nunca volvió. Las canciones de esa época construyeron puentes entre generaciones, entre corazones rotos y esperanzas intactas, entre lo que creíamos ser y lo que realmente éramos.

Y es que hay canciones y melodías que tienen la capacidad de transportarnos a otros tiempos, despertando así, recuerdos y emociones que creíamos dormidos. Justo eso me ha ocurrido hace un rato y es la razón por la que decidí escribir todo esto. Ya que mientras sonaba en la radio el tema “Take On Me, del grupo noruego A-ha, el locutor ha comentado que en este 2025 se cumplen cuarenta años desde su lanzamiento.

Cuarenta años de la edición de aquel video musical que coronó la época de oro de los clips y marcó uno de los primeros hitos audiovisuales de la música pop.

Cuarenta años ya desde que esta canción nos hiciera bailar en nuestro añorado STUDIO 18. Cuarenta años desde aquella primera vez en que, en poco más de tres minutos, fuéramos testigos de una historia que nos atrapó, que nos cautivó y que, sobre todo, nos hizo soñar.

Aquel videoclip fue sin duda, una muestra de talento artístico que, en su momento, resultó verdaderamente innovadora, ya que combinaba animación rotoscópica con imágenes reales, ambas entrelazadas en una historia de amor surrealista en blanco y negro, donde una joven lectora era arrastrada al interior de un cómic por el héroe dibujado, un héroe que la miraba con ojos eternos.

La canción fue número uno en 27 países, y una de las razones del éxito de este tema, (según dicen) fue su frescura, algo que se logró gracias a la mezcla de las guitarras eléctricas y los sintetizadores, una unión que consiguió atrapar toda la esencia de la new wave y la cual la convirtió muy rápidamente, en todo un éxito en las listas de todo el mundo.

Pero la música de los 80 no solo hizo bailar, también fue compasiva, fraternal y profundamente solidaria. Solidaria con países que sufrían hambruna a causa de la guerra, y que, ante tanto horror, varios artistas se unieron y alzaron la voz a través de una acción humanitaria transformada en canción.

Y fue en diciembre de aquel lejano 1984 cuando, de la mano de Bob Geldof y Midge Ure, se creó el tema “Do They Know It’s Christmas”, con el objetivo de recaudar fondos y concienciar al mundo sobre la tragedia que ocurría ante nuestros propios ojos.

La canción, fue interpretada por algunos de los artistas más reconocidos del momento agrupados bajo el nombre de Band Aid. Una iniciativa que logró reunir a las voces más emblemáticas de la música británica de la época: Spandau Ballet, Boy Georges, Phil Collins, Sting, Bono, Duran Duran, George Michael, Paul Young, David Bowie y muchos más. Esta canción compuesta en un solo día, recaudo millones de libras que se destinaron a la ayuda humanitaria.

Pero la cosa no terminó ahí, y el 13 de julio de 1985, desde sendos escenarios en Filadelfia y Londres y de manera simultánea, tuvieron lugar unos conciertos que marcaron un antes y un después en la historia de la música. Dichos eventos, que han sido de los mayores acontecimientos de la televisión en la historia, lograron reunir a los mejores artistas del panorama musical del momento. Artistas de la talla de Madona, Queen, Led Zeppelin, Dire Straits, The Who, Elton John, Phil Collins, Paul Mccartney, U2, Bob Geldof, David Bowie etc… entre otros.

Ambos conciertos, que fueron retransmitidos a más de 72 países en directo por vía satélite, ofrecieron 24 horas de música, ocho de las cuales, coincidiendo en el tiempo, los cuales contaron con la asistencia de 172.000 personas, además de una audiencia televisiva mundial, estimada en dos mil millones, consiguiendo que con ello se recaudaran más de 150 millones de libras.

Tal fue la repercusión que tuvo la Band Aid, que logró desencadenar una oleada de solidaridad musical. Porque justamente un año después y bajo el nombre de “Usa for Africa”, 45 cantantes estadounidenses participaron en el tema “Whe are the world”, un tema que en las voces de: Michael Jackson, Kim Carnes, Ray Charles, Bruce Springsteen, Bob Dylan, Billy Joel, Stevie Wonder, Cyndi Lauper, Tina Turner, Huey Lewis, Kenny Rogers entre otros, logró recaudar más de 75 millones de dólares que tuvieron el mismo fin, la lucha contra la pobreza y la hambruna.

Fue entonces cuando la música se convirtió en esperanza, y aquellas canciones lograron conmover al mundo entero. Porque detrás de cada melodía, la empatía tomó forma y se hizo escuchar a través de un micrófono gracias a una generación de artistas que creyeron (y demostraron), que la música podía cambiar el mundo.

Por eso ahora mismo, cuando cae la tarde y aún suena en la radio algún eco lejano de Alan Parsons Proyect y su “Don´t answer me”, algo se detiene dentro de mí… una respiración, un pensamiento, un fragmento de vida suspendido. Porque esa es la magia de la música de los ochenta, que logra detener el tiempo sin pedir permiso, devolviéndonos un pedazo de nosotros mismos que creíamos perdido. En ese acto casi milagroso, la melancolía deja de ser tristeza para convertirse en abrazo.

Y es que hubo una generación que bailó con enormes hombreras y soñó con sintetizadores. Una generación que rebobinó cintas de casetes con un boli Bic, que grabó mensajes en cintas que decían «no borrar». Una generación que amó sin teléfonos móviles, que lloró con canciones que aún, a día de hoy, duelen de todo lo bonito que siguen transmitiendo. Una generación que creyó que el mundo podía cambiar con una guitarra eléctrica y una buena melodía.

Fuimos jóvenes en una época donde todo parecía nuevo, urgente, posible… Nos enamoramos bajo luces de neón, escribimos cartas a mano, y supimos lo que era esperar días para escuchar una canción por la radio. Nos despedimos de muchas cosas sin saberlo, pero dejamos un eco que aún, a día de hoy, vibra.

A todos esos jóvenes, (a nosotros), les pertenece el sonido de los ochenta, no solo por la música, sino por las historias que tejimos entre sus acordes. Y es que, aunque el tiempo avance, cada vez que suena una vieja canción como la de hoy, nuestra alma juvenil vuelve delicadamente, suave, aterciopelada, sedosa, sutil …vuelve para reposar al lugar donde alguna vez fuimos eternos. Nos pertenecen las tardes con auriculares enormes, las cintas de casetes (a veces rayadas) que grababan nuestras emociones, los videoclips que veíamos con los ojos abiertos de asombro y el corazón latiendo más fuerte de lo normal.

Nos pertenece ese instante exacto en el que una canción nos salvó, nos acompañó o nos hizo sentir que alguien, en algún lugar, entendía lo que no sabíamos decir en palabras.

Y aunque el tiempo siga avanzando, arrastrando años, modas y nuevas voces, hay algo que no cambia: cada vez que suena una vieja canción de aquellos años, el alma regresa. Regresa sin pedir permiso, vuelve lenta, suave, como la brisa de una tarde que creímos olvidada. Y por un momento, apenas un instante que lo llena todo, estamos otra vez ahí, bailando en aquella pista redonda bajo focos de colores, escribiendo nombres en una carpeta, creyendo que el mundo nos esperaba con los brazos abiertos.

Es bonito cuando los recuerdos logran abrir esa pequeña puerta a lo que fuimos, a lo que todavía vive dentro de nosotros, aunque hayan pasado ya tantos inviernos. Aquellos años de hombreras desmedidas y emociones desbordadas, de radios que hablaban por nosotros, de calles llenas de vida y de corazones ingenuos… sí, fueron maravillosos. Éramos ricos en cosas que no sabíamos ni nombrar: tiempo, inocencia, deseo, música… esas cosas que ahora, al mirar atrás, comprendemos un poco más teniendo la certeza de que por un instante fuimos infinitos, fuimos eternos.

Volver a esos años a través de una canción, es como encender una vieja radio y escuchar, otra vez, la melodía de nuestro ayer, es revivir otro tiempo, otro lugar, otra emoción… porque la nostalgia, cuando se comparte, pesa un poco menos y brilla un poco más.

El alma de los ochenta es un legado que persiste, es el sonido de un mundo que cambiaba, son aquellas canciones que tantas veces acompañaron silencios, trayectos largos y momentos que ya no volverán, es, sencillamente, la música que huele a tiempo pasado e inalterable… quizás porque nos recuerda quiénes fuimos, o quiénes quisimos ser.

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