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Paki García Velasco Sánchez
Un año más, y como suele ser habitual en estas fechas… ¡el verano ha llegado a nuestras vidas!
Y como siempre, no lo ha hecho como un suave soplo de brisa marina acariciando nuestras delicadas mejillas, noooooo que vaaaaaaaaa… ha llegado como un enorme dragón medieval que tras dejarnos caer su enorme trasero encima, nos sopla en el cogote su caluroso y abrasador aliento, decidido agresivamente, a que respiremos fuego con los típicos 42 grados (o más) a la sombra, que normalmente solemos sufrir en esta época estival.

Porque sí, queridos amigos, ¡ya está aquí el CALOOOOORRRRRR!! Así, en mayúsculas y todo.
¡Ahhhh el verano! Esa estación tan “fresca y maravillosa” en la que todos soñamos con un solo destino: el congelador.
Esa temporada donde el asfalto hierve a cada paso que das haciendo que nos derritamos como quesitos. Donde el sol olvida su misericordia atacándonos sin piedad desde primeras horas de la mañana, como si su misión fuera freírnos vivos en plan croquetas humanas. Es intentar dormir con 30 grados a las tres de la mañana, dando más vueltas que un pollo al spiedo en el asador, mientras el ventilador gira en sentido contrario a la cordura, ya agotado y solo mueve el aire caliente con el entusiasmo de un marido en una tienda de ropa… en pocas palabras, un periodo del que nadie sale ileso.
Y es que no aprendemos la lección y año tras año cuando llega mayo, empezamos igual, con ese inocente: “Uy, qué biennnnn, que ya viene el buen tiempooooo”, mientras nos tomamos el primer helado to sabrosón y que pillamos tan a deseo. ¡Pero qué ingenuos somos!, a los cuatro días ya estamos sudando la gota gorda, dándole al pai pai con la frente pegada al ventilador y rezando para que no haya otro apagón como el de este tiempo de atrás que nos fastidie el chiringuito.


Porque sí, porque el verano en los últimos años es lo que tiene, ya que todo sea dicho de paso, esto se ha convertido en un manual de supervivencia veraniega entre siestas, sudores, chanclas, y abanicos.
Uno de los mayores desafíos del verano no es el calor en sí, sino saber qué ponerte para ir al súper e ir fresquito, sin parecer que vas en ropa interior. Porque no nos olvidemos que la moda veraniega es eso, prendas mínimas que se te pegan al cuerpo y que pueden provocar que sentarte en una silla de plástico implique perder parte de tu epidermis, Y es que muchas veces cuando uno se mira al espejo piensa: “¿Voy bien vestido o simplemente he perdido la vergüenza?”. Porque hay que reconocer que los atuendos que le plantamos a nuestro cuerpecillo serrano algunas veces son de órdago jajaja. Camisetas sin mangas, sin tirantes o directamente sin camiseta, chanclas de guerra, gafas de sol tamaño parabólica y ese sombrero enorme para que no le dé una insolación a la neurona sana que aún nos aguanta viva en la sesera. El verano no perdona estéticamente, pero nos da igual, hace mucho calor y la dignidad se evapora a partir de los 35 grados.

Y es entonces, cuando ya no podemos más, cuando la piscina (ese paraíso artificial), aparece en nuestras vidas como un oasis de cloro y esperanza. Porque el mar está muy bien, sí… pero la piscina tiene algo que el océano jamás podrá darte: la posibilidad de estar en remojo todo el tiempo que quieras, sin que te entre arena hasta en el último rincón del cuerpo …. (bueno, eso y que a los de tierra adentro nos pilla un poco más lejos que el albercón de turno)
Luego otro cásico de este tiempo es el que llega justo después de comer, ¡el momento de la siesta!, esa dulce tradición española que en verano se convierte en todo un acto heroico, ¡y digo bien!, porque te tumbas sudando como un pollo al horno con el ventilador apuntando directo a tu alma mientras tratas de dormir, mientras tu espalda se pega al sofá como si fueras un post-it humano. Así pasa, que cuando despiertas, no sabes si estás en casa, en una sauna o en un episodio de Supervivientes.

Otra de las cosas típicas (entrañable incluso) de estos meses, y justo a la caída del sol, son los mosquitos… ahhh los mosquitos, esos seres diminutos, odiosos, casi invisibles e inmunes a la citronela, a los repelentes o incluso al flix de toda la vida, ese que intoxica antes a toda tu familia (y al gato) que a los propios insectos, ya que ellos lo esquivan con la agilidad de un ninja entrenado por Bruce Lee.
Esos “adorables zancudos” no solamente buscan tu sangre, noooooooooo, ¡qué va!… ellos buscan arruinarte la noche con alevosía, ensañamiento y un zumbido que te perfora hasta el alma. Se cuelan sigilosamente en tu habitación (como si tuvieran GPS) para que cuando estás a punto de quedarte dormido, empezar con su dulce melodía y picoteado y hacer así, que amanezcas con unas ojeras hasta las rodillas y tu cuerpo decorado a base de ronchas como si hubieras peleado contra un manojo de ortigas gigantes…. Todo eso para recordarte que el verano también tiene un lado oscuro.
Al cabo de los años, he llegado a la sudorosa conclusión, de que el verano es una prueba de resistencia física, mental y estilística. Es un torneo donde solo los que manejan bien el abanico, tienen familiares con piscina o amigos con aire acondicionado, sobreviven sin perder la cabeza (ni la hidratación).
Pero, aun con todo esto, hay gente que lo ama, que lo adora e incluso que lo defiende con una pasión casi religiosa, (como si el verano fuera una deidad a la que hay que rendir culto con abanicos, protector solar y litros de agua con hielo) no queriendo que esto termine, aunque pasen los días medio deshidratados y sudando la gota gorda por las esquinas como si de un deporte olímpico se tratase. Porque lo bueno del verano, según dicen, es que nos da excusas para vaguear, para reír, para comer helado sin remordimientos y sobre todo, para meternos al agua todo el día a remojo como los garbanzos antes del cocido.


Así es que adelante, sin miedo ni dignidad, ponte el bañador más hortera que tengas (ese con palmeras fosforitas, o aquel de flamencos rosas bailando la polka; coge el flotador en forma de piña, el donut o el unicornio con mirada psicodélica y lánzate de cabeza (o de panza) al charco del pato más cercano que tengas, ya sea una piscina comunitaria o una hinchable, un barreño en la terraza o sencillamente en la fuente municipal de La Manola… la cuestión es mojarse, aunque sea por desesperación más que por diversión. Porque el calor no perdona, ya que nos aplasta, nos fríe, nos deja insolaciones épicas, marcas en el cuerpo imposibles de explicar y sobre todo, nos convierte en versiones líquidas de nosotros mismos … pero con eso y con todo, año tras año, nos deja buenas anécdotas.
En resumen y ya termino, el verano puede que no sea cómodo, ni sensato, ni particularmente saludable… pero al menos es entretenido. Y al final, es lo que cuenta, ¿no? (o al menos es lo que decimos para sobrevivir hasta septiembre).