6 DE LA MAÑANA

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José Ignacio García – Muñoz (Queche)

Una leve, apenas perceptible brisa, agita el visillo de la alcoba. Bajando desde el Alto, una galera rompe el silencio de la calle con el monocorde sonido de los cascos contra el adoquinado. Es esa hora del amanecer, en que la luz todavía tímida del sol es tamizada por un filtro invisible y convierte en dorado aquello cuanto toca; esa hora en que las sombras antes invisibles empiezan a alargarse proyectadas contra las paredes de las casas. En su errático deambular, los murciélagos de retirada a sus oscuras guaridas, se cruzan con los primeros vencejos que comienzan la jornada de frenéticas carreras en pos de algún insecto descuidado, llenando el espacio alrededor del campanario de San Pedro de idas y venidas, de silbidos y más silbidos: como el bullicioso ejercito de coches de una gran ciudad en hora punta.

Se han abierto las puertas del mercado, y contra su fachada de un blanco inmaculado se recortan las siluetas de comerciantes y transportistas terminando de aparejar mercancías y puestos. Un poco más abajo, en la churrería, Juan Manuel y Antonia tienen lista la masa de los tallos para los más madrugadores, y el pequeño mostrador muestra un aspecto abigarrado donde trabajadores de toda condición, bajan el desayuno ayudados por un traguito de orujo.

Con cuidado, vierto en el aguamanil un buen chorro de agua, y dejo que el sudor pegajoso de la noche pase de mi cara, pelo, cuello, axilas, a la palangana. La otra parte, quizá la más abundante, se ha quedado en las sabanas revueltas como mudo testigo de una noche tórrida. Verdaderamente, la cama ofrece un aspecto sombrío, desaliñado, reflejo de una batalla contra el calor en la que uno ha claudicado una noche más.

Por el lado del corral todavía manda el silencio. Un gato aburrido, camina por el lomo de la pared enjalbegada que da donde Galo, y el silbido de los tordos llega nítido desde el tejado de la bodega. En el frescor oscuro del jaraíz, entre la prensa y los jaulones pían los gorriones con su sempiterna algarabía, y en el huerto, después de remontar la pared que da a la calle Nueva, los rayos del sol saludan un día más a las tres higueras.

11 de la mañana.

Caminamos bajo un sol prometedor seis niños en blanco y negro. Caminamos con nuestros cuerpecillos blancos, y con nuestra cara negra. Con nuestro corazón limpio, y con la mañana fresca. Con costras en las rodillas y con la esperanza puesta, en la promesa de sombra y de risas siempre nuevas, a la sombra de los álamos que vigilan en la alberca.

Un lejano avión, dibuja una inmaculada línea blanca, recta y delgada, que queda flotando en el azul rotundo del cielo.

Con el agua por la cintura, a salvo del infierno que hace hervir el horizonte, observo como una curiana sube lentamente a la superficie para a continuación, volver a sumergirse con ese contoneo tan gracioso, dejando un rastro de pequeñas burbujitas que la acompañan en su viaje hasta el fondo.

Risas apagadas para no llamar la atención mientras nos zambullimos una y otra vez. No nos preguntamos donde iría ese avión, no nos preguntamos qué haríamos después. Simplemente ahora lo sé, disfrutamos de la libertad, de la inocencia, refugiados en aquella isla en medio del infierno de la llanura, mientras los gigantes que la custodiaban agitaban suavemente sus hojas.

A la hora de comer, nadie preguntó dónde habíamos estado, ni que habíamos hecho.

5 de la tarde.

No recuerdo que comimos, siempre me pasa igual, lo que sí recuerdo es el desayuno a base de tallos eso sí lo recuerdo, el caso es, que convertidos en niños de color, con un balón debajo del brazo, caminábamos hacia el paseo del Carmen con el sol en la cabeza que, después de resbalar por nuestras espaldas caía con estrépito contra el suelo fulminando nuestra sombra. La luz rebotaba contra la pared del mercado que ahora refulgía como el escudo de un guerrero celeste, y por las puertas entreabiertas se asomaba la promesa de una sombra fresca en un patio recién regado.

Antes del partido de rigor, no era infrecuente encontrarnos con el Lauri, que se ejercitaba a las puertas del coso mientras levantaba una nubecilla de polvo con los vuelos de su capote, como tampoco era infrecuente que nos cediese los trastos para jugar al toro un rato.

La merienda era frugal; un trozo de pan con chocolate y agua de la fuente, que proporcionaba energía para un “desafío” de más de dos horas teniendo como terreno de juego el ruedo de la plaza de toros. Cuando la costra de polvo se deshacía en hilillos marcando en la piel un delta de sudor, llegaba el turno del escondite, y así, entre risas sudores y trompazos llegaba la hora de cenar.

11 de la noche.

Nadie nos preguntó dónde habíamos estado, ni lo que habíamos hecho. Como único mandato lavarnos las manos y la cara. Tampoco me acuerdo de lo que solíamos cenar, de lo que sí me acuerdo, es de salir al fresco, y de la tibia humedad que ascendía desde la acera después de haberla regado. De la abuela y las tías sentadas a la puerta, del desfile de vecinos, y las conversaciones en voz baja mientras unos metros más allá, una polilla se obstinaba tozuda en estrellarse contra la mortecina luz de la farola que había en la esquina de Monescillo. Por San Pedro se escucha el monocorde ritmo de la tartana que trae a los últimos viajeros de la estación que, somnolientos se bamboleaban en su interior mientras el sonido de los cascos contra el pavimento producía un efecto casi hipnótico.

1 de la madrugada.

Un par de bostezos y me despido. Tras cruzar el zaguán entro en la habitación donde me espera la batalla que dejé la noche anterior. Por la fachada arriba llegan frases sueltas de la conversación que mantienen los mayores; una fachada que empieza a devolver el exceso de sol recibido durante el día y que contribuye al sofoco .Tumbado boca arriba, imagino la soledad oscura de Zuacorta, la quietud de los álamos de la alberca, el silencio de la plaza de toros…Abajo, se cierra la puerta, escucho el arrastrar de alguna silla, y el jadeo de la abuela mientras se pone el camisón. Poco a poco el silencio se confunde con la noche, y una gota de sudor resbala por la sien hasta quedar retenida en la almohada. Comienza la batalla, y de momento, otra noche más, la voy perdiendo.

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