DAIMIELEÑORUM REBUS «EL ALMENAQUE»

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La “retranca”; como se conoce al humor manchego, esconde una intención disimulada, oculta, ligada a la socarronería, que últimamente se ha puesto de moda si no en todo el mundo, al menos sí en España, donde la población en general ha trabado conocimiento de ella, a través de algunos cómicos como Ernesto Sevilla, José Mota, Millán Salcedo o, Joaquín Reyes y José Luis Coll entre otros que han universalizado nuestros aforismos. El caldo de cultivo podemos encontrarlo ya en Cervantes, El Arcipreste de Hita, Alfonso Martínez de Toledo, Fernando de Rojas, o ya metidos en el “Siglo de Oro” los dos “Lazarillos” tanto el anónimo, como el del irreverente por protestante Juan de Luna. Juan José Luján, crea lo que se denominó “teatro por horas” (quizá antesala del género chico), para continuar con Luis Esteso y López de Haro creadores de monólogos y editor de colecciones de chistes ya en el siglo XX. Así, hasta desembocar en “Muchachada Nui” de los mencionados Sevilla y su personaje “Gañaaan”, Reyes, o, en otros registros José Mota.

La soledad del campo en la inmensidad inabarcable de la llanura manchega crea carácter, y dota al solitario trabajador de una idiosincrasia muy particular consecuencia seguramente de las muchas horas “doblao” bajo un sol de justicia. Y tal vez, producto de esas insolaciones continuas, tienen lugar esas ocurrencias. Así al pronto, un manchego no tiene el gracejo de un gaditano, o el salero de un sevillano que también habitan territorios de “musha calór”, pero cuando se le conoce a fondo, el manchego no solo hace gracia, sino también filosofía con su humor, consecuencia seguramente de la introspección que lleva a cabo en las interminables jornadas perdido entre los líneos y las besanas, o arreando mulas camino de un punto en el horizonte infinito. Digo esto, porque tras una jornada sin ver más que tordos y alguna liebre, camino de vuelta a casa, el manchego puede cruzarse con algún otro paisano, y lejos de entablar conversación sesuda, ambos, levantando ligeramente la barbilla se limitan a decir: ¡Eeeeh!

Sí, en el humor manchego, el sujeto cobra protagonismo fruto del dialogo interno durante tantas horas de soledad sin más compañía que uno mismo. Tal vez el paisaje con su grandeza, te haga sentir toda la insoportable “levedad del ser”, y de ahí se deriven la socarronería y la retranca, que es un producto elaborado a partir de la ironía.

La anécdota de hoy, pone de manifiesto lo comentado más arriba, y no debe interpretarse a la ligera como la “gracia” de un descerebrado, sino más bien, como un: “Aquí está el tío, que se ha pasado to el día amagao tras una cepa, empujando un arao, o traqueteando en un tractor con cuarenta grados a la sombra”.

Dicen las malas lenguas, que aquel día era como un día cualquiera en el bar España; con sus parroquianos tomando el aperitivo y charlando de lo divino y lo humano, cuando por la puerta que da a General Espartero, entró nuestro protagonista, y tras dar las buenas tardes “A la paz de Dios”, se sentó en uno de los taburetes y pidió un vino. Hasta aquí todo normal. Había como también era frecuente, junto a las botellas, las copas y demás recipientes propios de un negocio similar, un almanaque de esos que llaman “bodegones”, en el que aparecía sobre una mesa, la imagen de una percha de perdices, junto con una liebre inerte, algunos cartuchos del doce, unos pimientos y unos tomates; lo que se dice la recreación de una fructífera jornada de caza, y la promesa de un buen guiso con tan selectos productos.

Nuestro amigo bebía pequeños sorbos de vino mientras dejaba pasar el tiempo sin prisas, hasta que, en una de las muchas idas y venidas a lo largo de la barra, el camarero se detuvo y le pregunto si quería algo para picar. Nuestro hombre, luego de revisar las vitrinas y no ver nada de su agrado, fijó los ojos en el almanaque, señaló con el dedo, y haciendo un gesto de ambigüedad con la boca dijo: Ponme una perdiz de esas. Ustedes pensaran, que aquello no pasaba de una broma, pero estamos obviando el sentido del humor de nuestra tierra, y en contra de lo que pudiera suponerse, aquél camarero descolgó el almanaque, recortó la parte donde aparecían las perdices, y se las sirvió en un plato a nuestro amigo que, ni corto ni perezoso, como si fuese la cosa más natural del mundo se las fue comiendo a trozos hasta que no quedó ni una. Todo esto transcurrió en el más absoluto silencio, y sin más aspavientos. Aquel hombre se comió un trozo de almanaque de unos veinte centímetros, pagó la consumición y se marchó a su casa donde le esperaba su mujer para cenar. ¿¡Dices tú de retranca niño!?

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